El reino de los cielos está construido sobre una nube radiante, oculta en el archipiélago de nubes que puebla el mar celeste. Sólo las gaviotas llegan hasta sus diáfanas costas, sólo las gaviotas y el espíritu de las ballenas llegan hasta las orillas luminosas donde los ángeles se recuestan a contemplar los campos cultivados con nuestro sudor y afán. Esos ángeles, perfectos en su inocencia, envueltos en la niebla de la eternidad y embriagados por los vahos del jazmín y el narciso. Sonríen con sus mejillas rubicundas y sus cabellos alborotados, ajenos al sufrimiento, al deseo y a la incertidumbre del futuro, en una realidad ajena al tiempo y a los devenires del destino.
Columnas, frisos, un instante inerte, muerto y eterno.
Nube luminosa, radiante perfección. Y aquí abajo la sombra que se proyecta, oscuridad y frío bajo la nube, y las plegarias que se elevan, capa tras capa de ceniza. Elevándose en un túmulo cónico, la ceniza de los libros antiguos, la ceniza de la carne de quienes no cabían bajo el haz de luz que se colaba a través de la niebla y los vahos de jazmín. Arrepiéntete y ora, acurrucado en aquel rincón, azotado por el frío y el hambre, o construye una escalera de huesos, e intenta asaltar los cielos para disipar las sombras.
Eduardo Gimeno Wallace. 2017
Imagen: Detalle de la instalación «Eros y Tánatos», Zaragoza, 2014